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Mala sangre - Secretos y mentiras en una startup de Silicon Valley

Mala sangre - Secretos y mentiras en una startup de Silicon Valley

John Carreyrou

 

Verlag CAPITÁN SWING LIBROS, 2020

ISBN 9788412099355 , 376 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz Wasserzeichen

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9,99 EUR

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Mala sangre - Secretos y mentiras en una startup de Silicon Valley


 

Prólogo

«17 de noviembre de 2006»

Tim Kemp tenía buenas noticias para su equipo.

El antiguo ejecutivo de IBM estaba a cargo del departamento de bioinformática en Theranos, una empresa emergente o startup con un sistema de análisis de sangre de vanguardia. La empresa acababa de completar su primera gran demostración en directo para una compañía farmacéutica. Elizabeth Holmes, la fundadora de Theranos, de veintidós años, había volado a Suiza y había mostrado las potencialidades del sistema a los ejecutivos de Novartis, el gigante farmacéutico europeo.

«Elizabeth me ha llamado esta mañana —escribió Kemp en un correo electrónico que envió a su equipo de quince personas—. Me ha expresado su agradecimiento y me ha dicho que “¡fue perfecto!”. Me ha pedido que os lo agradeciera y que os transmitiera la estima que os tiene. Además, ha mencionado que en Novartis se quedaron tan impresionados que han pedido una propuesta y han expresado su interés por llegar a un acuerdo financiero para llevar a cabo un proyecto. ¡Hemos logrado lo que fuimos a hacer!».[1]

Aquel fue un momento decisivo para Theranos. La startup, creada tres años antes, había pasado de ser una idea ambiciosa que Holmes había soñado en su residencia estudiantil de Stanford a convertirse en un producto real que interesaba a una gran corporación multinacional.

La noticia del éxito de la demostración llegó hasta el segundo piso, donde se encontraban los despachos de los altos directivos.

Uno de esos ejecutivos era Henry Mosley, director financiero de Theranos. Mosley se había unido a la empresa ocho meses antes, en marzo de 2006. Desaliñado, con penetrantes ojos verdes y una personalidad relajada, Mosley era un veterano del sector tecnológico de Silicon Valley. Se crio en los alrededores de Washington D. C. y obtuvo su máster en Administración de Empresas en la Universidad de Utah, para después trasladarse a California a finales de los años setenta, donde se estableció. Su primer trabajo lo desarrolló en Intel, el fabricante de chips, una de las empresas pioneras del Valle. Más tarde pasó a dirigir los departamentos de finanzas de cuatro compañías tecnológicas diferentes, dos de las cuales empezaron a cotizar en bolsa. Theranos no era en absoluto el primer toro que lidiaba.

Lo que atrajo a Mosley a esa empresa fue el talento y la experiencia reunidos en torno a Elizabeth. Puede que ella fuera joven, pero estaba rodeada por todo un elenco de estrellas. El presidente de su junta directiva era Donald L. Lucas, el capitalista de riesgo que había preparado al empresario de software multimillonario Larry Ellison y le había ayudado a que Oracle Corporation cotizara en bolsa a mediados de los años ochenta. Lucas y Ellison habían invertido parte de su propio dinero en Theranos.

Otro miembro de la junta directiva con una excelente reputación era Channing Robertson, decano asociado de la Facultad de Ingeniería de Stanford. Robertson era una de las estrellas de esa universidad. Su testimonio experto sobre las propiedades adictivas de los cigarrillos había obligado a la industria tabaquera a firmar un acuerdo histórico de 6.500 millones de dólares con el estado de Minnesota a finales de los años noventa.[2] Basándose en la poca relación que Mosley había tenido con él, estaba claro que Robertson tenía a Elizabeth en alta estima.

Theranos también poseía un equipo ejecutivo fuerte. Kemp había pasado treinta años en IBM. Diane Parks, directora comercial de la empresa, contaba con veinticinco años de experiencia en compañías farmacéuticas y de biotecnología. John Howard, director comercial, había supervisado la filial de fabricación de chips de Panasonic. No era frecuente encontrarse con ejecutivos de ese calibre en una pequeña startup.

Sin embargo, no solo la junta directiva y el equipo ejecutivo habían persuadido a Mosley de incorporarse a Theranos. El mercado que perseguía la empresa era enorme. Las compañías farmacéuticas gastaban cada año decenas de miles de millones de dólares en ensayos clínicos para probar nuevos medicamentos. Si Theranos pudiera hacerse indispensable para ellas y lograr una fracción de aquel gasto, la empresa podría hacer su agosto.

Elizabeth le había pedido a Mosley que preparara algunas proyecciones financieras que ella pudiera mostrar a los inversores. El primer conjunto de números que le había presentado no había sido del agrado de la joven, por lo que él los había revisado al alza. Estaba un poco incómodo con las cifras revisadas, pero pensó que se hallaban en el ámbito de lo plausible si la empresa cumplía óptimamente. Además, los capitalistas de riesgo a los que las startups cortejaban para buscar financiación sabían que los fundadores de estas empresas exageraban dichas previsiones. Era parte del juego. Los capitalistas de riesgo tenían incluso un término para ello: el pronóstico del palo de hockey. Demostraba que los ingresos se estancaban durante algunos años y luego se disparaban mágicamente en línea recta.

Lo que Mosley no estaba seguro de entender del todo era cómo funcionaba la tecnología de Theranos. Cuando llegaban los posibles inversores, él los llevaba a ver a Shaunak Roy, cofundador de Theranos. Shaunak tenía un doctorado en Ingeniería Química. Elizabeth y él habían trabajado juntos en el laboratorio de investigación de Robertson en Stanford.

Shaunak se pinchaba la yema de un dedo y extraía algunas gotas de sangre. Luego transfería la sangre a un cartucho de plástico blanco del tamaño de una tarjeta de crédito. El cartucho se insertaba en una caja rectangular de dimensiones como las de una tostadora. La caja se llamaba lector. Obtenía una señal de datos del cartucho y la transmitía de forma inalámbrica a un servidor que analizaba dichos datos y devolvía, en forma de señal luminosa, un resultado. Esa era la esencia de todo.

Cuando Shaunak mostraba el sistema a los inversores, les señalaba una pantalla de ordenador que mostraba la sangre fluyendo a través del cartucho que se encontraba dentro del lector. Mosley no entendía realmente la física o la química que había en juego, pero ese no era su papel. Él era el tipo de las finanzas. Mientras el sistema mostrara un resultado, él estaba feliz. Y siempre lo hacía.

Elizabeth regresó de Suiza unos días después. Se paseaba con una sonrisa en la cara, lo que evidenciaba que el viaje había ido bien, pensó Mosley. No es que aquello fuera inusual. Elizabeth estaba animada a menudo. Tenía el optimismo ilimitado de una emprendedora. A ella le gustaba usar el término «extra-ordinario» —con extra escrito en cursiva y un guion para darle mayor énfasis— cuando describía la misión de Theranos en los correos electrónicos que enviaba al personal. Era un poco exagerado, pero parecía sincera, y Mosley sabía que evangelizar era lo que hacían los fundadores de startups exitosas en Silicon Valley. No cambiabas el mundo siendo un cínico.

Sin embargo, lo extraño era que el puñado de colegas que había acompañado a Elizabeth en el viaje no parecía compartir su entusiasmo. Algunos de ellos tenían pinta de estar decaídos.

¿Habían atropellado al cachorrito de alguien?, se preguntó Mosley medio en broma. Bajó las escaleras, donde la mayoría de los sesenta empleados de la empresa se sentaban en grupos de cubículos y buscó a Shaunak. Seguramente este sabría si había algún problema que no le hubieran contado a él.

Al principio, Shaunak fingió no saber nada, pero Mosley sintió que se estaba reprimiendo y siguió presionándolo. Shaunak gradualmente bajó la guardia y admitió que el Theranos 1.0, como Elizabeth había bautizado al sistema de análisis de sangre, no siempre funcionaba. En realidad, era una especie de juego de azar, dijo. Unas veces podías obtener un resultado y otras no.

Aquello era nuevo para Mosley. Pensaba que el sistema era fiable. ¿No parecía que funcionaba siempre cuando los inversores lo veían?

Bueno, había una razón por la que siempre parecía funcionar, dijo Shaunak. La imagen en la pantalla del ordenador, que mostraba cómo la sangre fluía a través del cartucho y se asentaba en los pequeños pozos, era real. Pero nunca se sabía si se iba a obtener un resultado o no. Así que habían registrado un resultado de una de las veces que había funcionado. Eran esos números registrados los que se presentaban al final de cada demostración.

Mosley estaba estupefacto. Pensaba que los resultados se extraían en tiempo real de la sangre que había dentro del cartucho. Eso era, ciertamente, lo que hacían creer a los inversores que él traía. Lo que Shaunak acababa de describir sonaba a farsa. Estaba bien ser optimista y ambicioso cuando proponías un negocio a los inversores,...