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Cuarenta mil años sin ti

Cuarenta mil años sin ti

Paula Gil

 

Verlag Nowevolution, 2020

ISBN 9788416936588 , 204 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz frei

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2,99 EUR

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Cuarenta mil años sin ti


 

 

 

 

 

CAPÍTULO 1

 

 

 

El tres de mayo de 2035 fue uno de esos días que cambiarían la historia, marcando un antes y un después, separando una edad de otra. Como el descubrimiento de América. O la Revolución Francesa. Pero igual que el doce de octubre de 1492, el tres de mayo de 2035 nadie fue consciente del inicio de una nueva era. Colón no pisó tierra y declaró «con esto termina la Edad Media y comienza la Edad Moderna». Para empezar, ni siquiera sabía que estaba en América. Aquellas dos noticias del tres de mayo de 2035 generaron cierta conmoción, horas de cobertura en los medios y millones de comentarios en redes sociales, pero en ningún momento llegamos a ser conscientes de la magnitud de los cambios que traían consigo.

La primera fue un acontecimiento anticipado desde hacía décadas. Sabíamos que ocurriría, pero no cuándo, y en realidad se retrasó bastante respecto a las predicciones. El tres de mayo de 2035 un carguero danés navegó desde el norte de Groenlandia hasta Rusia atravesando el océano Ártico y pasando exactamente por el polo norte geográfico. Por primera vez en millones de años, el océano Ártico estaba libre de hielo y era totalmente navegable.

La segunda noticia fue mucho más comentada en aquel momento. En Tokio un niño de seis años disparó accidentalmente a su hermana de dos mientras jugaba con el arma de su padre, un revólver para uso personal con todos los papeles en regla. La pequeña murió en el acto. Desgracias como estas han ocurrido miles de veces, pero el trágico accidente se había producido en la habitación de un hotel japonés, bajo la atenta mirada de un robot Midori de última generación que trabajaba como limpiadora en el establecimiento. Eran encantadores, los Midori, tan parecidos a una mujer de carne y hueso que hasta se dio el caso de un cliente con varias copas de más que intentó propasarse con uno de ellos. Pero por muy humanos que parecieran, los Midori eran máquinas, no personas, y un androide de este tipo solo estaba programado para el servicio doméstico. Una camarera de hotel humana se hubiera dado cuenta al instante de que el niño tenía en sus manos un arma de verdad y hubiera hecho algo al respecto. Sin embargo, la tarea del robot Midori era limpiar y eso es lo que hizo, dejando impoluta la moqueta mientras la pequeña se desangraba sobre ella.

Había empezado con el endurecimiento de las normas europeas a principios de la década de los veinte. Se trataba de proteger la privacidad, afirmaron entonces, pero lo que intentaban era poner límites a una tecnología que crecía demasiado rápido. Siguieron varios tratados internacionales firmados en tiempo récord. En el de Lisboa se recogía la máxima principal, la que supuestamente iba a protegernos de un mundo controlado por androides: un robot nunca podía tomar decisiones fuera de la actividad para la que fue diseñado. Nuestra desconfianza acabo pasándonos factura.

—Estaba claro que esto iba a pasar en algún momento. Lo único que me sorprende es que no haya ocurrido antes… —recuerdo que dijo mi padre cuando hablamos aquel día.

Mi madre le tomó el pelo, como solía ocurrir.

—Ya ves, tu padre igual que siempre. Esto de los androides le ha pillado viejo.

—Viejo, viejo…¡tú sí que estás vieja! Es que no hay quién lo aguante, hija. Están por todas partes. Ayer fuimos a cenar al Cameral y resulta que ahora ya no tienen camareros… ¡Tienen robots!

—Y menos mal, hija, menos mal, porque los camareros de antes hay que ver que lentos y que maleducados que eran. Ahora da gusto.

—Hasta la pánfila de tu prima tiene un robot en casa, de esos que limpian.

—Pues qué quieres que te diga, yo me compraba uno ahora mismo si tu padre no tuviera estas ideas raras en la cabeza.

Mis padres se habían quedado en Facebook y WhatsApp, y todo aparato a partir del iPhone les parecía tecnología de ciencia ficción creada para eliminar a la raza humana. Como les ocurrió a muchos de su generación, se negaron a implantarse un brac, la pequeña pantalla flexible que prácticamente había sustituido a los teléfonos móviles. Para la gente de mi edad fue una liberación, todas las funciones del móvil, todo internet, permanentemente con nosotros en una pantalla que formaba parte de nuestro antebrazo; un dispositivo que no había que sujetar y que siempre tenía batería porque se recargaba con el movimiento del cuerpo. «Ya verás, hija, la de gente a la que asaltarán por ahí y le cortarán el brazo para quedarse con el aparatito», aseguraba mi padre, al que nunca pudimos convencer de que funcionaba con chips biológicos implantados en el cuerpo vivo, y solo mientras permaneciera con vida su propietario. Al menos les persuadimos para que compraran unas gafas de realidad virtual con las que hablábamos y nos veíamos casi cada día.

De esos años, recuerdo más su imagen que a ellos mismos. Mis padres en el sofá de siempre, en el salón de mi infancia en Madrid, envejeciendo lentamente ante mis ojos. La frustración de querer tocarlos pero no poder. La angustia de caminar por mi antigua casa, llegar a mi cuarto de niña y darme cuenta de que no, de que no podía sentarme en la cama, de que solo era una sofisticada imagen de realidad virtual en la que estaba inmersa. Así se sienten los espíritus, recuerdo que pensaba a menudo. Así me sentía yo, como un espíritu en el mundo de otros.

Para mis padres, mi mudanza a San Francisco en enero de 2035 fue un drama. No podían entender por qué Mark y yo no queríamos vivir en España, con lo bien que iban las cosas allí ahora. «Emigrando, como tus tíos hace veinticinco años», se lamentaban. Bueno, las cosas iban bien según a qué te dedicaras, porque a mí, desde luego, me iban cada vez peor.

Mis desgracias y las de otros muchos compañeros de profesión comenzaron en el 2032, cuando apareció René. René, un aparato del tamaño de una chocolatina grande que recordaba un poco al Amazon Echo de mi infancia, traducía simultáneamente entre ocho idiomas con una perfección y exactitud nunca vistos hasta entonces. Su software permitía interpretar cualquier texto en segundos, ya fuera un manual técnico o una conversación llena de expresiones coloquiales y dobles sentidos. Atrás quedaban décadas de falsos intentos y frases absurdas de los traductores automáticos: la tecnología había alcanzado finalmente a cualquier traductor humano. Me acuerdo de la primera vez que vi a René en acción en una conversación entre un científico chino y otro americano que no conocían la lengua del otro. Sin titubeos, sin frases inconexas, traduciendo a la perfección hasta las bromas. Y yo ahí, con cara de tonta y con mis dos títulos en interpretación de mandarín e inglés.

En menos de un año todo el mundo usaba René de manera habitual y el aparato pasó a ser un simple software que podía instalarse en cualquier brac. Hasta se convirtió en un verbo: ahora reneábamos documentos, no los traducíamos. Mis contratos empezaron a reducirse con rapidez hasta que prácticamente desaparecieron en 2033. Otros compañeros lo habían visto venir, se habían reciclado a tiempo, pero yo no había hecho en mi vida nada más que aprender idiomas y sentía que no valía para otra cosa. Cuando Mark recibió la oferta para trabajar en San Francisco, ni me lo pensé. Así por lo menos no tendría que soportar la mal disimulada decepción de mis padres. Su hija, siempre tan inteligente, tan capaz, estaba en el paro y sin saber qué hacer con su vida, pero en la distancia lo sufrían menos.

Muy en su línea, Mark casi ni comentó la noticia del hotel de Tokio, pero cayó en una de sus repentinas depresiones cuando se enteró de lo del barco en el Ártico.

—Ya verás, Laia, esto es solo el principio. Y todos atontados con lo del robot. Nuestro planeta se está yendo a la mierda y lo único que nos preocupa es un androide imbécil.

El resto del día lo pasó en su despacho, dedicado a sus cálculos y sus pantallas llenas de códigos de software. Y lo recuerdo perfectamente porque para mí también fue un día importante, el día que marcó un antes y un después en mi vida, y no por las dos noticias que ocuparon nuestras mentes esa jornada.

El 3 de mayo de 2035 descubrí que estaba embarazada de Zoe. No lo habíamos buscado y nunca había tenido grandes deseos de ser madre, pero de pronto lo vi claro: ya no había nada más importante en el mundo que cuidar de esa pequeña criatura. Una niña que llegaba a un mundo a punto de cambiar radicalmente, aunque en ese momento aún no tuviéramos ni idea....