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Guía práctica para el cultivo en invernadero

Guía práctica para el cultivo en invernadero

Olivier Laurent

 

Verlag De Vecchi Ediciones, 2020

ISBN 9781644618394 , 127 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz DRM

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5,99 EUR

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Guía práctica para el cultivo en invernadero


 

Historia


Domesticar el calor del sol —por no decir aprisionarlo— gracias a verdaderas casas de vidrio constituye el sencillísimo principio del invernadero, en cuyo seno las estaciones dejan de imponer su ritmo a los vegetales. Mejor aún: al «apresar» así la energía procedente del cielo, el ser humano pudo cultivar numerosas especies de plantas exóticas en latitudes donde legítimamente no habrían podido ni debido crecer. Tanto los botánicos eméritos como los jardineros aficionados sacaron provecho, dándose así el lujo de cultivos extraordinarios y ahorrándose el viaje.

Los invernaderos, inicialmente concebidos de forma empírica, fueron pronto objeto de numerosas investigaciones científicas, gracias a las cuales se crearon verdaderos ecosistemas que debían revolucionar nuestra vida cotidiana. Los invernaderos, utilizados indistintamente para estudios e investigaciones botánicas o para favorecer el desarrollo de cultivos a mayor o menor escala, no tardaron en alterar nuestro entorno cotidiano. Nuestros menús invernales se enriquecieron así con productos hasta entonces disponibles en periodos demasiado breves, y nuestros interiores se decoraron con especies florales inesperadas en unos climas que les eran hostiles. En definitiva, la invención de los invernaderos —y, con ella, la de los miradores y otros jardines de invierno— amplió considerablemente el campo de nuestros hábitos y contribuyó en gran medida al desarrollo de nuestra comodidad.

Unos orígenes muy antiguos

A juzgar por los libros de la antigüedad, el principio de los cultivos protegidos —en efecto, sería osado suponer que se trataba ya de verdaderos invernaderos— se conocía y explotaba ya varios siglos antes de nuestra era. Al parecer, en estos jardines llamados de Adonis, se cultivaban flores exóticas en unas condiciones que hacen pensar que disfrutaban de un medio específico, propio para asegurar un crecimiento y desarrollo sorprendentes. Por otra parte, un texto de Platón constituye un elocuente testimonio, al indicar que en este tipo de jardines las semillas germinaban y crecían mucho más deprisa que al aire libre. Sin otra información, es muy difícil saber si estos jardines se habían acondicionado en lugares resguardados o si, por el contrario, explotaban ya los recursos del invernadero... en una época en que aún no se dominaba la técnica de fabricación del vidrio.

Sea como fuere, la inventiva de los seres humanos fue lo suficientemente grande para suplir esta carencia con el uso de finas hojas de mica, apoyadas en tinajas llenas de tierra, que así se asemejaban ni más ni menos que a invernaderos en miniatura. Resulta fácil imaginar que, en un periodo climático poco favorable, dichas tinajas se depositaban en un lugar resguardado, a fin de conservar el precioso calor sin el cual flores y frutos no habrían podido desarrollarse normalmente.

Mejor aún: unas excavaciones arqueológicas realizadas en la región de Pompeya han revelado grandes estructuras arquitectónicas que presentan inquietantes semejanzas con los invernaderos que aparecerían muchos siglos más tarde. Estaban acondicionadas en terrazas interiores aptas para soportar el sustrato necesario para el cultivo de las plantas, y se hallaban recubiertas de un material translúcido, si no transparente, que, sin poseer las cualidades intrínsecas del vidrio, no dejaba de presentar ventajas parecidas. Además, estas construcciones disfrutaban de un sistema de ventilación natural concebido para captar al máximo el calor exterior.

Se trata de huellas tangibles de una alta tecnología de cultivo que la caída de la civilización romana borró durante largos siglos. Hubo que esperar a las grandes expediciones científicas del siglo XVI —y al descubrimiento de muchas especies vegetales exóticas que trajeron los navegantes en sus barcos— para que surgiese de nuevo la cuestión de los invernaderos. El problema que se planteaba entonces era la conservación de estas plantas inadaptadas a los climas de nuestras latitudes. Para estudiarlas, había que hacerlas vivir; y para hacerlas vivir, había que (re)inventar un medio propicio para su desarrollo, y, de paso, imaginar unas estructuras capaces de reproducir más o menos sus condiciones ambientales. La concepción de los invernaderos estaba de nuevo a la orden del día.

El invernadero, que hace las veces de jardín de invierno, es un lugar idóneo para volver a las raíces. (© Serres et ferronneries d’Antan)

¿Quién no ha soñado ante la exuberancia de las plantas tropicales? (© E. Gueyne, Alpha-Omega)

Un efecto de moda

En la sociedad aristocrática europea del siglo XVII, en que los nobles rivalizaban en audacia y excentricidad para afirmar su reputación, el cultivo de las plantas exóticas se convirtió rápidamente en la actividad de moda. Por lo tanto, poseer plantaciones propias constituía el no va más de la originalidad. De ahí la construcción de un gran número de invernaderos que, por falta de conocimientos botánicos, daban resultados por lo menos aleatorios. Muchos aprendieron así, a sus expensas, que no bastaba con proteger las plantas en unas construcciones especiales para convertir en realidad el sueño todavía loco de implantarlas —aunque fuese artificialmente— en nuestras latitudes.

Sea como fuere, algunos cultivos fueron coronados por el éxito; eso ocurrió en particular con los naranjos, que, al contrario que numerosas especies exóticas, se conformaban con veranos cálidos y sólo necesitaban una ligera protección contra las heladas invernales mediante un rudimentario sistema de calefacción. Así, se crearon construcciones idóneas en toda Europa para acoger los preciosos árboles en invierno, mientras se perfeccionaban las técnicas de calefacción. Se pasó sucesivamente de los métodos arcaicos de calefacción interior a unas grandes estufas exteriores que distribuían de forma más racional el calor a través de un ingenioso conjunto de abertura y de conductos que aseguraban un flujo permanente. Este primer gran avance fue realizado por un inglés, John Evelyn, cuyos trabajos botánicos se contaron entre los más innovadores del siglo XVII.

Si el problema de calefacción se hallaba así parcialmente resuelto, y bastaba para asegurar la perennidad de los primeros naranjos de invernadero, se desconocía la importancia esencial de la luz en el crecimiento de las plantas, un desconocimiento que atestigua de forma evidente la arquitectura de los invernaderos de la época, cuyas aberturas son simples ventanas. Se observará asimismo que no se tenían en cuenta las exigencias de exposición de los invernaderos, que se orientaban al azar.

El invernadero facilita la aclimatación de especies exóticas y las operaciones de cultivo más tradicionales que requieren protección frente al frío y las heladas. (© Serres et ferronneries d’Antan)

Los beneficios de la investigación

La gran corriente racionalista y científica que caracterizó al Siglo de las Luces transformó radicalmente los datos existentes en materia de construcción y acondicionamiento de los invernaderos gracias a dos ejes de investigación:

 la investigación botánica, que en primer lugar reveló la función primordial de la luz en el metabolismo de las plantas (fotosíntesis);

 la investigación óptica, que permitió formular las grandes leyes de reflexión y difracción de la luz.

Los invernaderos, sensibles a todas las luces, son verdaderos elogios de la transparencia. (© E. Gueyne, Alpha-Omega)

Estos resultados se tradujeron de inmediato en la concepción de invernaderos específicos, que se caracterizaban por una gran superficie acristalada, inclinaciones estudiadas de los distintos paneles y una disposición racional de las plantas en función de sus necesidades particulares de luz.

A ello cabe añadir los conocimientos entonces recién adquiridos en materia de higrometría y fertilización de suelos. Había nacido el arte de los auténticos invernaderos.

Evidentemente, fue en los países de gran tradición agrícola más avanzados científica y técnicamente —Holanda, Gran Bretaña y Francia— donde esos invernaderos originales tomaron su primer impulso. La elaboración de sistemas de calefacción más complicados y por consiguiente mejor adaptados —con redes de conductos intramuros de vapor sabiamente calculadas— hizo el resto, hasta el punto de que en el siglo XIX los invernaderos dejaron de ser patrimonio exclusivo de los científicos y los ambientes aristocráticos, y se difundieron con bastante rapidez en todos los estratos de la sociedad. Es cierto que los principios establecidos eran suficientemente sencillos y en definitiva poco costosos (debido al bajo coste de la energía) para justificar la creación de pequeñas estructuras en la mayoría de los jardines.

Aquel entusiasmo empujó entonces a un gran número de investigadores —profesionales o no— a trabajar en la mejora de los invernaderos, generando así un buen número de interesantes innovaciones técnicas, entre las cuales citaremos en particular:

 la creación del primer termostato (1816), que permitía obtener una temperatura bastante constante en el invernadero gracias a la puesta en marcha automática de ventiladores tan pronto como la temperatura resultaba demasiado elevada;

 la...