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Siddhartha

Siddhartha

Hermann Hesse

 

Verlag AMA Audiolibros, 2022

ISBN 9783985101115 , 73 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz Wasserzeichen

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3,99 EUR

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Siddhartha


 

II
CON LOS SAMANAS


El mismo día, por la noche, alcanzaron a los ascetas, los enjutos samanas, y les ofrecieron su compañía y obediencia. Fueron aceptados.

Siddhartha regaló su túnica a un pobre de la carretera. Desde entonces, sólo vistió el taparrabos y la descosida capa de color tierra. Comió solamente una vez al día y jamás alimentos cocinados. Ayunó durante quince días. Ayunó durante veintiocho días. La carne desapareció de sus muslos y mejillas. Ardientes sueños oscilaban en sus ojos dilatados; en sus dedos huesudos crecían largas uñas, y del mentón le nacía una barba reseca y despeinada. La mirada se le tornaba fría cuando una mujer cruzaba por su camino; la boca expresaba desprecio, cuando atravesaba la ciudad con personas vestidas elegantemente. Vio negociar a los comerciantes, y cazar a los príncipes; presenció el llanto de los familiares de un difunto; advirtió cómo las prostitutas se ofrecían, cómo los médicos se preocupaban de los enfermos, cómo los sacerdotes determinaban el día de la siembra, se percató de que los amantes se querían, de que las madres daban el pecho a sus hijos. Y todo ello no era digno de la mirada de sus ojos, todo mentía, todo apestaba; olía todo a hipocresía, todo aparentaba tener sentido y felicidad y belleza, mas, sin embargo, todo era ignorancia y putrefacción.

Siddhartha tenía un fin, una meta única: deseaba quedarse vacío, sin sed, sin deseos, sin sueños, sin alegría ni penas. Deseaba morirse para alejarse de sí mismo, para no ser yo, para encontrar la tranquilidad en el corazón vacío, para permanecer abierto al milagro a través de los pensamientos despersonalizados: ése era su objetivo. Cuando todo el yo se encontrase vencido y muerto, cuando se callasen todos los vicios y todos los impulsos de su corazón, entonces tendría que despertar lo último, lo más íntimo del ser, lo que ya no es el yo, sino el gran secreto.

Siddhartha permanecía en silencio bajo el calor vertical del sol ardiente de dolor, de sed; y se quedaba así hasta que ya no sentía dolor ni sed. Se hallaba en silencio durante la estación lluviosa, el agua corría desde su cabello hasta sus hombros que sentían el frío hasta sus caderas y hasta sus piernas heladas, y el penitente continuaba así hasta que los hombros y las piernas ya no sentían frío, hasta que se acallaban. Se mantenía sentado en silencio sobre el bardal, hasta que le goteaba sangre de la piel caliente, y después de las úlceras. Y Siddhartha continuaba erguido, inmóvil, hasta que ya no le goteaba la sangre, hasta que nada le punzaba, hasta que nada le quemaba.

Siddhartha estaba sentado con rigidez y trataba de ahorrar aliento, de vivir con poco aire, de detener la respiración. Aprendía a tranquilizar el latido de su corazón con el aliento, aprendía a disminuir los latidos de su corazón hasta que eran mínimos, casi nulos.

Instruido por el más anciano samana, Siddhartha se entrenaba en la despersonalización, en el arte de ensimismarse según las nuevas reglas de los samanas. Una garza voló sobre el bosque de bambú y Siddhartha absorbió a la garza en su alma; voló con ella sobre el bosque y las montañas; era garza, comía peces, sufría el hambre de la garza, hablaba el idioma de la garza, sentía la muerte de la garza. Un chacal muerto se hallaba en la orilla arenosa, y Siddhartha entraba en el cadáver: era chacal muerto, yacía en la playa, se hinchaba, apestaba, se descomponía; sintióse descuartizado por las hienas, decapitado por los cuervos; se tornó esqueleto, y polvo, y el vendaval se lo llevó.

El alma de Siddhartha regresó; había muerto, se había convertido en polvo…, había probado la triste borrachera del ciclo. Ahora aguardaba con una sed nueva, como un cazador, el hueco donde podría escapar del ciclo, donde empezaría el fin de las causas y de la eternidad, del dolor. Mataba sus sentidos, destrozaba su memoria, salía de su yo y entraba en mil configuraciones extrañas: era animal, carroña, piedra, madera, agua. Y cada vez se encontraba a sí mismo al despertar; brillaba el sol o la luna, de nuevo era él, se movía en el ciclo, sentía sed, vencía la sed, y volvía a tener sed.

Siddhartha estudió mucho con los samanas. Aprendió a andar por diversos caminos para alejarse del yo. Anduvo por el camino de la despersonalización a través del dolor, a través del sufrimiento voluntario y del vencimiento del dolor, del hambre, de la sed, del cansancio. Caminó por la despersonalización a través del pensamiento, de vaciar la mente de toda imaginación. Se enteró de estos y otros métodos, mil veces abandonó su yo; durante horas y días permanecía en el no-yo. Pero, aunque los caminos se alejaban del yo, su final conducía siempre de nuevo hacia el yo. Aunque Siddhartha huyó mil veces del yo, permanecía en el vacío, en el animal, en la piedra, no podía evitar el regreso, como era imposible escapar de la hora en que vuelve uno a encontrarse bajo el brillo del sol o de la luz de la luna, en la sombra o en la lluvia. Y de nuevo era el yo y Siddhartha, y sentía otra vez la tortura del ciclo impuesto.

A su lado vivía Govinda, su sombra; iba por los mismos caminos, se sometía a los mismos ejercicios. Pocas veces hablaban juntos de otra cosa que no fuera lo que exigía el servicio y los ejercicios. A veces los dos paseaban por los pueblos para pedir alimentos para ellos y sus profesores.

—¿Qué piensas, Govinda? —inquirió Siddhartha en ocasión de una de estas salidas—. ¿Crees que hemos adelantado? ¿Hemos logrado algún fin?

Govinda contestó:

—Hemos aprendido y seguiremos aprendiendo. Tú serás un gran samana, Siddhartha. Has aprendido rápidamente todos los ejercicios, y a menudo has dejado admirados a los viejos samanas. Algún día serás un santo, Siddhartha.

Y Siddhartha replicó:

—No soy de la misma opinión, amigo. Lo que hasta el día de hoy he aprendido de los samanas, Govinda, lo hubiera podido aprender más rápidamente y con mayor sencillez en otro lugar. Se puede aprender en cualquier taberna de un barrio de prostitutas, amigo mío, entre arrieros y jugadores.

Govinda exclamó:

—Siddhartha, ¿quieres burlarte de mí? ¿Cómo hubieras podido aprender el arte de abstraerte, de contener la respiración, de insensibilizarte contra el hambre y el dolor allí, entre aquellos miserables?

Y Siddhartha dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo:

—¿Qué significa el arte de ensimismarse? ¿Qué es el abandono del cuerpo? ¿Qué representa el ayuno? ¿Qué se pretende al detener la respiración? Se trata sólo de huir del yo. Es un breve escaparse del dolor de ser yo, una breve narcosis contra el dolor y lo absurdo de la vida. La misma huida, la misma breve narcosis encuentra el arriero en el albergue cuando bebe algunas copas de aguardiente de arroz o de leche de coco fermentada. Entonces ya no siente su yo, ya no experimenta los dolores de la vida; en aquel momento ha encontrado una breve narcosis. Dormido sobre su copa de aguardiente de arroz alcanza lo mismo que Siddhartha y Govinda después de largos ejercicios: escapar de su cuerpo y permanecer en el no-yo. Así sucede, Govinda.

Govinda repuso:

—Así hablas, amigo, y sin embargo sabes que Siddhartha no es ningún arriero y que un samana no es un borracho. Verdad es que el borracho encuentra su narcosis, alcanza una breve huida y un descanso, pero regresa de la vana ilusión y se halla igual; no se ha hecho más sabio, no ha ganado conocimientos.

Siddhartha declaró sonriente:

—No lo sé, nunca he estado borracho. Pero sí sé que yo, Siddhartha, en mis ejercicios y en el arte de ensimismarme sólo encuentro una breve narcosis, y me hallo tan alejado de la sabiduría y de la redención como cuando de niño, en el vientre de mi madre. Govinda, esto puedo afirmarlo.

Y en otra ocasión, cuando abandonó el bosque Siddhartha con Govinda a fin de pedir alimentos en el pueblo para sus hermanos y profesores, empezó a hablar de nuevo.

—Govinda, ¿cómo podemos saber si vamos por el buen camino? ¿Nos acercamos a la ciencia? ¿Aceleramos nuestra redención? O, ¿acaso andamos en círculo, nosotros, los que pretendemos evadirnos del ciclo?

Govinda alegó:

—Hemos aprendido mucho, Siddhartha, y mucho queda por aprender. No damos vueltas, vamos hacia arriba; las vueltas son en espiral y ya hemos subido muchos peldaños.

Siddhartha preguntó:

—¿Cuántos años crees que tiene el más anciano de los samanas, nuestro venerable profesor?

Dijo Govinda:

—Quizá tenga unos sesenta.

Y Siddhartha:

—Tiene sesenta años y no ha llegado al nirvana. Tendrá setenta, y ochenta años, como tú y yo los tendremos, y seguiremos con los ejercicios y ayunaremos, y meditaremos. Pero nunca llegaremos al nirvana. Ni él, ni nosotros. Govinda, creo que seguramente ni uno de todos los samanas llegó al nirvana. Ni uno. Encontramos consuelo, alcanzamos la narcosis, aprendemos artes para engañarnos. Pero lo esencial, el camino de los caminos, ése no lo hallamos.

Insinuó Govinda:

—Desearía que no pronunciaras palabras tan horribles, Siddhartha. ¿Por qué ninguno encontrará el camino de los caminos de entre tantos sabios, tantos brahmanes, tantos rígidos samanas venerables, tantos hombres que buscan, tantos hombres sagrados?

Sin embargo, Siddhartha contestó en voz baja, en tono triste e irónico a la vez:

—Govinda, tu amigo abandonará pronto la senda de los samanas, por la que tanto tiempo ha caminado contigo. Sufrí sed, Govinda, y durante este largo trayecto con los...