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La diabetes

La diabetes

Equipo de ciencias médicas DVE

 

Verlag De Vecchi Ediciones, 2022

ISBN 9781639199044 , 109 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz DRM

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8,99 EUR

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La diabetes


 

Orígenes e historia


Es muy posible que la diabetes sea tan antigua en la faz de la Tierra como la propia esencia de la humanidad, pero sin duda, en los tiempos modernos ha debido aumentar su difusión, porque como tendremos ocasión de ver en las siguientes páginas, es muy posible que la diabetes sea fruto de errores dietéticos, de un régimen de vida excesivamente sedentario, del agotamiento y las tensiones nerviosas de nuestro vivir diario, factores todos ellos desconocidos por nuestros antepasados cavernícolas, cuya principal ocupación era asegurarse la supervivencia por medio de la caza y el nomadismo, que le obligaban al ejercicio físico y a la austeridad en la alimentación, poco propicios a la aparición de la gota, los cálculos renales, la obesidad, dolencias que parecen relacionarse entre sí, que no responden a ningún ataque microbiano, y con frecuencia son concomitantes o predisponen a padecer la diabetes.

Desde Egipto a nuestros días

Es en la avanzada civilización del Egipto faraónico donde hallamos la primera descripción de una enfermedad que presenta marcadas semejanzas con la que hoy conocemos como diabetes. El papiro de Ebers (1552 a. de C.) hallado en una tumba de la ciudad de Tebas, habla de excesos en la secreción de orina y del método para combatirlos. Ya sabemos que se trata de un síntoma común a otras muchas dolencias, pero el doctor Agustí Pedro i Pons (1898-1971), uno de nuestros más eminentes internistas, indiscutible autoridad en la materia, la aceptó como diabetes.

En el siglo I de nuestra era, Aulo Cornelio Celso, autor de la enciclopedia De re medica, personaje muy discutido (unos lo consideran como el «Cicerón de la Medicina», el «Hipócrates latino», otros lo declaran «hombre de mediocre ingenio», negándole el título de médico), habla ampliamente de la enfermedad, destacando como síndrome principal el de la orina nimia profussio (gran abundancia en la emisión de orina), añadiendo que el proceso «es indoloro, pero sí peligroso y con emaciación», provocando un marcado adelgazamiento del paciente y una intensa sensación de fatiga, tanto física como mental.

En el siglo II se ocupa de la enfermedad Areteo de Capadocia, quien, según parece, fue el que le dio el nombre de diabetes, del griego diabancin, que significa pasar a través o atravesar, sin duda referido a la rapidez con la que el organismo enfermo elimina los líquidos ingeridos. Otros autores asignan la prioridad en la utilización de la palabra a un médico turco, que vivió en el siglo II antes de nuestra era, del que no citan el nombre. De todas formas, sea quien fuese el introductor del vocablo, este cayó en desuso y no volvió a ser utilizado hasta el siglo XVI, cuando al hilo del Renacimiento el médico, poeta y humanista alemán Bruno Seidel le dio nueva actualidad.

La medicina oriental también conocía, desde épocas remotas, la enfermedad diabética. Como por aquella época en el Celeste Imperio predominaba el gusto por las formas sumamente correctas y ceremoniosas, con tendencia a buscar delicadas metáforas para sus expresiones, la llamaron «enfermedad de la sed». Este fenómeno, que médicamente se conoce por el nombre de «polidipsia» (ansia por la ingestión de agua o cualquier otro líquido), es una lógica consecuencia de la poliuria (aumento de la eliminación urinaria), dada la necesidad del organismo de restablecer el equilibrio hídrico.

Mientras en Europa la enfermedad había pasado totalmente inadvertida, la medicina hindú había detectado, ya en tiempos muy antiguos, la presencia de una sustancia azucarada en las micciones de ciertos afectados de poliuria. En el Ayur-Veda, uno de los primitivos libros sagrados de la India, se cita el dulzor de la orina de algunos pacientes, que ejerce una poderosísima atracción en las hormigas. El interés hacia la dolencia no decayó ni en Oriente ni en Occidente y como veremos, su campo de acción se extiende, con mayor o menor intensidad, en todo el orbe civilizado. El médico persa Abu-Alí-Al-Hosain Abdallah Ibnisem (980-1037), más conocido con el nombre de Avicena, hombre de extraordinaria capacidad e inteligencia, que a los 22 años era autor de un Canon médico, base de muchos estudios posteriores, describe la gangrena diabética, una de las más temibles complicaciones de la enfermedad.

Entre los europeos hemos de citar a una de las figuras más sabias, divertidas y pintorescas que ha dado el oficio de curar. Se trata del suizo Felipe Aureolo Teofrasto Bombast de Hoenheim (1493-1541), nombre que, naturalmente, hubo de simplificar haciéndose llamar Paracelso. Según sus detractores —y, a decir verdad, tuvo muchos— pretendía con ello encumbrarse sobre el Celso romano, a quien ya hemos hecho referencia. Su aportación al estudio de la diabetes consiste en haber obtenido una «sal», no identificada, por evaporación de la orina de los afectados de poliuria.

Aunque con una descripción muy incompleta, se han ido sumando lentamente las características definidoras de la enfermedad: poliuria, polidipsia, emaciación, fatiga física e intelectual, casos de gangrena, presencia de residuo sólido en la evaporación de la orina; a partir de esta sintomatología y ya en el siglo XVI, como hemos dicho, Bruno Seidel sacó del olvido la palabra diabetes, reservando el de poliuria para otro tipo de trastornos: la excesiva evacuación de orina, no acompañada de los fenómenos patológicos antedichos.

A finales del siglo XVII, el médico inglés Tomas Willis (1621-1675) por motivos que ignoramos y que, para nuestra sensibilidad actual resultan bastante incomprensibles, tuvo la sorprendente ocurrencia de comprobar el sabor de la orina de los diabéticos. Si el hecho fue realizado por interés científico tampoco es cuestión de que nos escandalicemos; era, además, otra cultura en otros tiempos. En primer lugar, el concepto que nuestros antepasados tenían de la higiene era muy diferente al de nuestros días y las posibilidades de practicarla muy escasas; hasta hace relativamente pocas décadas el hombre vivía en espacios urbanos o rurales, sin las condiciones de habitabilidad que hoy tenemos; por otra parte, no se conocían aún otros procedimientos de análisis distintos al organoléptico para determinar la existencia del sabor azucarado. Conste que el método —especialmente en enfermos que hoy calificaríamos de poco poder económico—, ha perdurado hasta bien entrado este siglo, pese a la posibilidad de efectuar la determinación con reactivos químicos.

La experiencia de Willis fue repetida y comprobada un siglo más tarde por Dobson (1775); ello le hizo creer que en la orina de los enfermos se daba la presencia de miel o azúcar y la denominó «diabetes mellitus». Pocos años después, en 1778, Cawley demostró la existencia de lesiones pancreáticas en las necropsias realizadas a enfermos de diabetes mellitus, y Guillermo Cullen (1709-1790), estableció la primera diferencia radical en una dolencia que hasta entonces se había considerado única: la diabetes mellitus y la diabetes insípida, según se diera o no la presencia de una sustancia edulcorante en la orina. Estableció que se trataba de dos tipos distintos de enfermedad y que, probablemente, eran originados por alteraciones no relacionadas entre sí.

El final del siglo XVIII aporta numerosos conocimientos que se suceden prácticamente sin interrupción. El médico Juan Rollo, que, pese a su nombre claramente meridional, pertenece al cuerpo sanitario del ejército inglés, describe la catarata diabética (1796); Marsal (1798) llama la atención sobre el olor a manzanas podridas que se da en el aliento de algunos pacientes diabéticos.

El siglo XIX es también pródigo en descubrimientos. En 1815 Chevreul identifica el azúcar contenido en la orina de los enfermos como glucosa o azúcar de uva; Gregory en 1825 detecta la presencia de acetona en la orina del diabético comatoso; Trummer y Fehling (1850) dan a conocer sus reactivos químicos que permiten reconocer cualitativa y cuantitativamente la glucosa en la orina; Lanceraux (1877) y su discípulo Lapierre (1879) establecen la existencia de dos tipos de diabetes: el primero el de la forma grave y aguda, con marcado adelgazamiento, y el segundo, la forma crónica, más leve y generalmente concomitante con la obesidad.

Claude Bernard (1813-1878), a quien sus fracasadas ambiciones de dramaturgo le permitieron llegar a la cumbre de la medicina de su época, convirtiéndose también en un eminente filósofo, creador de una escuela, estudió el glucógeno y la función glucogénica del hígado (tema que trataremos ampliamente, dada su importancia). A principios de nuestro siglo, en 1901, el médico norteamericano Eugenio Lindsay Opie, dedicado desde muy joven al estudio de la anatomía y fisiología del páncreas, fue el primero que estableció la estrecha relación entre un deficitario funcionamiento del páncreas y la diabetes, demostrando que la enfermedad era debida a una alteración de los islotes de Langerhans, que constituyen la glándula secretora interna de dicho órgano, y que habían sido descubiertos en 1869 por el aún...