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Curso de escritura automática

Curso de escritura automática

Bernard Baudouin

 

Verlag De Vecchi Ediciones, 2022

ISBN 9781639199129 , 188 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz DRM

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11,49 EUR

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Curso de escritura automática


 

I.
Definición


Escribir. Pronunciar esta palabra es ya todo un programa. La simple referencia a la escritura desencadena en cada uno de nosotros un torbellino de imágenes, letras y frases que se combinan de acuerdo con un código, ritmos cambiando al son de una puntuación sabiamente matizada. Textos memorizados o simplemente ojeados, libros, artículos, referencias literarias, palabras garabateadas a toda prisa, largas misivas con destinos lejanos; todo ello nos viene de forma súbita a la mente.

Y desde ese momento, curiosamente, sin casi darnos cuenta, pensando en escritura hemos pasado al mundo de la lectura, esa otra faceta del escrito. Ahora bien, el escrito no es más que la finalidad del complejo proceso de la escritura, la expresión realizada —por la fusión de las palabras— de una de las necesidades más vitales del hombre: comunicarse.

Para convencernos de ello, borremos por unos instantes la barrera del tiempo y volvamos a los orígenes de la escritura.

La escritura... o la vocación de comunicar

Desde el inicio de la época neolítica, el hombre aprendió a pulir la piedra. Empezó a cultivar, a domesticar a los animales y a construir ciudades lacustres.

También estableció las primeras reglas de vida en comunidad, pero su pensamiento se transmitía más que nada mediante los actos. Únicamente la representación de imágenes —en las cerámicas pintadas y los primeros sellos— permite augurar la aparición de una nueva forma de comunicación.

Habrá que esperar el final del IV milenio para ver emerger, simultáneamente en Mesopotamia y en Egipto, los primeros fundamentos de la escritura. Desde ese momento, el documento escrito afirmará con gran rapidez su superioridad sobre los demás modos de comunicación, ya que presenta todas las ventajas: no sólo funda la historia, sino que se convierte en el testimonio humano más valioso por su fabulosa capacidad para transmitir, de generación en generación, el pensamiento y las tradiciones de los pueblos.

En Mesopotamia, las primeras tablillas de arcilla escritas aparecen hacia el año 3300 a. de C. Suele tratarse de fragmentos de contabilidad o de inventario; cada cifra, anotada mediante una muesca, va seguida de un nombre de persona, de animal o de producto representado por un dibujo o pictograma. Es el primer intento para conservar el lenguaje, pero únicamente en cuanto a objetos se refiere, todavía no refleja la articulación de frases. Estamos en estadio de una memorización primaria.

La etapa siguiente empieza hacia el año 3.000 a. de C., durante el período «protourbano», cuando el signo ya no se refiere a un objeto sino a un sonido: se ha pasado al fonetismo. La escritura cuneiforme ya es capaz de expresar la lengua misma, traduciendo con fidelidad las relaciones de las palabras entre sí.

Durante varios siglos se limitará a transcribir lo esencial, pero el proceso de restituir la totalidad del lenguaje y de las ideas, mediante la escritura, ya está en marcha.

En Egipto, los hombres se expresaron durante mucho tiempo mediante los relieves y la pintura. También habrá que esperar el año 3000 a. de C. para ver aparecer los primeros textos elaborados mediante una escritura realmente digna de ese nombre, bajo los reinados que preceden a la primera dinastía (Narmer, Ka, Sened).

También en este caso, la aparición de la escritura está en parte ligada a los intercambios que Egipto mantuvo con otros países (Oriente Próximo, Mesopotamia...). Pero la particularidad de la escritura jeroglífica egipcia reside en el hecho de que surge casi de forma repentina, alcanza rápidamente su madurez y sobre todo comporta desde su origen la casi totalidad de los signos alfabéticos y fónicos.

A través de los siglos, estas dos corrientes —cuneiformes y jeroglíficas— van a seguir evolucionando de forma paralela, para ceder finalmente ante el sistema alfabético.

La escritura alfabética aparecerá en el Oriente Próximo —en Siria-Palestina, en Fenicia y en la península del Sinaí— hacia mediados del II milenio a. de C. Difundida por los fenicios por el litoral mediterráneo, el alfabeto fue transmitido a los hebreos y a los arameos, que lo extenderán por todo Oriente durante el primer milenio, especialmente cuando el arameo pasó a ser la lengua de la cancillería del Imperio persa.

Con posterioridad, los griegos tomaron de los fenicios los signos consonánticos y los adaptaron a su lengua indoeuropea anotando las vocales. El resultado será una notación totalmente alfabética con veintiséis signos, que más tarde pasarán a las lenguas románicas a través del latín.

Las diferentes formas de escritura

En el transcurso de este fabuloso viaje en el tiempo, que ha presidido el nacimiento de la escritura tal como la conocemos hoy, la facultad del hombre para trasponer por escrito se ha ido enriqueciendo de forma considerable. De ser puramente comercial en sus orígenes, ha alcanzado todas las esferas de interés del individuo moderno.

La escritura se ha convertido a través de los años en el reflejo más auténtico del hombre. El más discreto de los confidentes, el más fiel transmisor, el instrumento más dócil y manejable, presente en cada momento, ahora ya es de uso corriente en la vida cotidiana, forma parte de nuestra vida íntima.

Al igual que la palabra o el gesto, participa de cerca o de lejos en cada una de nuestras decisiones, modela —y modula— cada uno de nuestros pensamientos más cargados de sentido. Es un fenómeno ineludible que hoy día se nos aparece como indispensable.

Porque no existe una sola y única escritura, sino tantas como funciones se le atribuyen. Puede, según el caso, designar, informar, explicar, traducir, relatar, contabilizar, memorizar, enseñar, distraer, hacer soñar, desorientar...

Algunos pretenderán que se trata siempre de la misma escritura; en realidad no es así. Si bien un escrito puede parecerse a otro por su forma, en la utilización del mismo alfabeto y de las inevitables reglas gramaticales (a fin de cuentas en su versión definitiva), el proceso de creación del texto —que es el principio mismo de la escritura— se revela cada vez diferente.

La alquimia un tanto mágica entre el pensamiento original del individuo, la voluntad de transmitir a otro la materialización de ese pensamiento a través de las palabras más adecuadas, no pueden tomarse en consideración sin hacer referencia a un nivel de conciencia propio al dominio concernido.

Y es aquí donde reside el verdadero poder de la escritura, en su capacidad para transcribir —con las mismas palabras a las que pueden conferirse significados totalmente diferentes según el contexto— todo el potencial del hombre, sea este consciente o inconsciente.

Pero volvamos a esa expectativa, a ese deseo latente en todo hombre: la necesidad de comunicarse. Es aquí, por lo general, en el origen de los comportamientos, en la sombra de las funciones sociales, en las profundidades del ser verdadero, donde nace la escritura, la auténtica. Aquella que con una palabra hace vibrar, con una imagen evoca una sensación perdida, con una frase subraya un deseo, con una inspiración lírica nos hace olvidar la realidad, con una multitud de detalles nos transporta al otro extremo de la tierra; aquella que nos hace devorar las páginas y alimenta nuestra sed insaciable de conocimientos y experiencias.

Naturalmente, existe el lenguaje, el contacto directo, que nunca podrá ser reemplazado. Su fuerza inmanente e inmediata permanecerá para siempre en el corazón de las relaciones humanas. Pero como todas las cosas más esenciales, es volátil: las palabras se difuminan y desaparecen nada más pronunciarlas. Queda el escrito. El escrito que comunica a través del tiempo. El escrito que se impone finalmente y con su permanencia nos ofrece un reflejo durable de nosotros mismos.

¿Cómo podríamos pasar por alto el parentesco existente entre comunicar y comunión, así como con la noción fundamental de compartir las cosas en común?

La escritura puede que no sea otra cosa que la expresión de una comunión secreta y misteriosa entre los hombres, sobre la cara blanca de nuestras hojas solitarias...

Sin embargo, el interés por la escritura nos conduce a una sobrecogedora evidencia. Más allá de esta conversación del pensamiento en forma escrita, que tiene por finalidad enriquecer los conocimientos y transmitirlos, está claro que en la mente del hombre que escribe o lee no son las palabras —salvo excepción— lo que queda en la memoria.

Es algo diferente. Un recuerdo inefable, un torrente de sensaciones inscritas e impresas en el pensamiento durante el acto de escritura o de lectura, una infinidad de percepciones y de impulsos entrelazados los unos con los otros en un magma de conocimiento. Extraña parcela de un saber que no tiene ni palabras ni nombre, pero que es muy real en cada uno de nosotros, y que se alimenta de todos esos textos que vamos tomando de aquí y de allá.

Porque nada se pierde, jamás. Y es precisamente aquí, en esta otra evidencia, que nos aparece ese vector de comunicación hasta entonces insospechado y que se denomina la «escritura automática».

Curioso encuentro con esa otra forma de emergencia del escrito. Como si la escritura, con sus reglas, sus leyes y sus imperativos sintácticos, no tuviera ya un aspecto mecánico y automático.

Nueva confirmación de la fascinante ambigüedad que permite dar varios sentidos...