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Más allá de la vida

Más allá de la vida

Lucia Pavesi

 

Verlag De Vecchi Ediciones, 2022

ISBN 9781639199143 , 186 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz DRM

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11,49 EUR

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Más allá de la vida


 

PRIMERA PARTE:
DIEZ TESTIMONIOS


La historia de Silvia

Nombre:

Silvia Bruschi

Nacida en:

Milán, 24 de abril de 1946

Estado civil:

Soltera

Profesión:

Modelo de fotografía

Fecha del suceso:

16 de agosto de 1975

Causa:

Accidente de coche

Localidad:

Parma

Consecuencias:

Trauma craneal, heridas múltiples en la cara, parálisis de los brazos

Profesión actual:

Asistente social

Estado civil actual:

Casada, madre de dos hijos

El algodón gris que me envolvía la cabeza iba adelgazándose, mientras recuperaba lentamente la conciencia de mi cuerpo. Luces frías y azulosas, como puntas de agujas incandescentes penetrando a través de las gasas que me cubrían los párpados, me herían los ojos de manera insoportable.

Olores desagradables y extraños llegaban hasta mi olfato todavía adormecido, mientras ruidos amortiguados y desconocidos penetraban por mis pobres tímpanos. Con una curiosidad creciente, me preguntaba qué estaba sucediendo y qué infierno terrible estaba viviendo. Los agudos dolores que notaba por todo el cuerpo me daban la certeza de que todo aquello era real, pero ¿qué era?

No sé durante cuánto tiempo traté de ordenar las ideas y hallar una respuesta adecuada que pudiera explicarme dónde estaba, qué me ocurría y, sobre todo, quiénes eran las personas que me rodeaban.

¿A mí? ¿Era realmente yo aquel amasijo dolorido y masacrado que permanecía tendido en aquella cama estrecha y fría? Apelando a las pocas fuerzas que conservaba y apurando una energía que no sé de dónde pude sacar, conseguí escuchar algunos fragmentos de conversaciones:

«... Traigan en seguida más sangre...»

«... Rápido, control de presión...»

«... La respiración se ha alterado... La presión está descendiendo... Su pulso es muy débil... ¡Paro cardíaco!»

No logré oír nada más, porque de pronto pude escuchar un único sonido fuerte y agudo, parecido a un trueno que se acercase, y me sentí rodeada de la oscuridad más absoluta.

Me sentí absorbida por un remolino de aire caliente: ya no sentía miedo; al contrario, tenía una sensación excitante muy similar a la que sentí a los ocho años, cuando por primera vez mi hermano me había llevado al «castillo de las brujas» del parque de atracciones.

Gradualmente, las tinieblas se aclararon y pude percibir una Luz dorada y suave que me envolvió, haciéndome sentir segura y protegida como si estuviera en el vientre materno.

Ya no sentía dolor, ni aturdimiento, ni curiosidad; sólo una sensación de gran paz y amor: la parte más íntima de mí me había abandonado, como si no hubiese podido soportar el tormento que sufría mi cuerpo herido.

Me dejé llevar por aquella nueva sensación tan agradable y me sentí flotando en aquel vacío iluminado, observando desde arriba lo que sucedía en lo que pude reconocer como una sala de reanimación.

Podía ver aparatos llenos de tubos, muchas luces rojas, azules y verdes, así como carritos con medicamentos y desinfectantes; sin embargo, me sorprendió especialmente un gran reloj blanco que pendía de la pared frente a mi cama: la aguja más corta señalaba las tres y la más larga apuntaba al cuatro.

Podía distinguir a mi alrededor a los médicos y enfermeras, con la cara seria y preocupada mientras manipulaban con pericia las máquinas más extrañas para tratar de mantener con vida un cuerpo del que la vida parecía haberse ausentado.

Yo les veía aplicarme, con gestos desenvueltos, unos extraños discos metálicos sobre el pecho, en el cual mi corazón parecía haber dejado de latir. En ese momento, me sorprendía particularmente mi propio cuerpo, que se sacudía de manera grotesca cada vez que aquellos discos emitían descargas eléctricas.

Otros médicos, congregados alrededor de mi cabeza, trataban de suturar y taponar las numerosas heridas que desfiguraban lo que poco antes había sido mi cara.

Ahora, al relatarlo, me parece una paradoja haberme divertido viendo el cuidado con que se afanaban en aquella operación, sin conseguir localizar la verdadera fuente de la hemorragia que estaba matándome.

Habría querido ayudarles y decirles que me desgarraran la ropa que todavía llevaba puesta, que ocultaba una profunda incisión de la arteria humoral.

Traté con todas mis fuerzas de hacerles señas, de entrar de alguna manera en contacto con ellos: intenté alargar las manos, pero todo era en vano, pues no podían verme ni oírme.

De todos modos, debo reconocer que renuncié pronto a seguir intentándolo: me sentía tan bien que no tenía ganas de involucrarme en aquella vorágine extraña e incomprensible.

No puedo cuantificar de manera precisa el tiempo en que seguí flotando en aquella habitación. En cierto momento, me vi bajando de la cama, caminar sobre el linóleo cálido, abrir la puerta y salir al largo pasillo iluminado por una anónima luz de neón. Había dos bancos de frío metal apoyados contra la pared y una mesa de escritorio, tras la cual vi a una enfermera de pelo gris.

Al llegar a la puerta de salida del hospital, me sentí arrastrada por una fuerza desconocida muy, muy lejos: así empezó para mí un increíble y extraordinario viaje.

Al principio, me cruzaba con una multitud de gente desconocida que me sonreía. Sus rostros estaban impregnados de serenidad, y caminaban cogidos de la mano por un hermoso prado florido.

Aunque quería pararme a hablar con ellos, no podía detenerme. De pronto, a través de una nube de luz más intensa, apareció la cara dulce y querida de mi abuela. Entonces, al sentirme libre, corrí a abrazarme con ella, como hacía cuando era pequeña cada vez que venía a visitarnos.

Aunque hacía diez años que estaba muerta, tenía el mismo aspecto y me trataba con idéntico amor.

La abracé y le pedí que me permitiera estar siempre con ella: me sentía en paz como nunca me había sentido antes, y no quería volver a sufrir. Mi abuela me sonrió y, empujándome con una firmeza afectuosa, me dijo que no podíamos permanecer juntas: ciertos quehaceres estaban esperándome y tenía que solucionarlos cuanto antes.

Sentí entonces que el remolino caliente volvía a absorberme hacia atrás y me devolvía al punto de partida.

Estaba de nuevo suspendida a unos treinta centímetros de mi cuerpo tendido y podía percibir la barahúnda que se había formado alrededor de mi cama. Médicos y enfermeras se intercambiaban miradas de complicidad, sacudiendo la cabeza con pesimismo.

Uno de ellos, en particular, atrajo mi atención: era el más joven y con su enorme complexión destacaba de los demás. Aun así, llevaba una horrible corbata con flores amarillas. En ese momento, pude percibir, de manera inequívoca, las siguientes palabras:

«... Es inútil seguir insistiendo; no hay esperanza; apagad el respirador.»

Sentí una desesperación infinita y una rabia feroz: ¡todavía estaba viva, quería estarlo! Aquel cuerpo masacrado y dolorido ya no me era en absoluto desconocido: ¡era yo!

Sabía que no estaba muerta, puesto que me lo había dicho mi abuela: ahora ya no sentía...