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El eneagrama

El eneagrama

Equipo de expertos Ómicron

 

Verlag De Vecchi Ediciones, 2022

ISBN 9781639199150 , 166 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz DRM

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11,99 EUR

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El eneagrama


 

Las fuentes del eneagrama

Satisfacer la necesidad de conocer el mundo

Es curioso asistir al proceso de aprendizaje que lleva al bebé a ser niño, al niño a ser adolescente, al adolescente a joven y al joven a ser maduro. Puedo uno llegar a descubrir cosas interesantes, por ejemplo, si se pregunta en qué preciso momento y por qué razones los bebés empiezan a sentir miedo ante la oscuridad.

Por supuesto, no todos los niños expresan del mismo modo esos temores, que, además, se manifiestan en épocas diferentes y se explican por distintas razones, según el caso; pero conviene realizar una explicación sencilla del porqué de esos miedos.

El bebé ha pasado nueve meses en el seno materno, en una relativa comodidad y sin apenas ejercitar los sentidos, por lo que tiene un conocimiento más bien escaso del mundo que lo rodea, y así, la oscuridad sólo representa un acontecimiento fortuito e inofensivo, como la temperatura ambiente, que no lo afecta en absoluto, pues quien le ha dado la vida, la madre, lo cobijará y procurará su bienestar en toda circunstancia. Para el recién nacido, detrás de la oscuridad no hay todavía nada, se acaba el mundo.

Pero el bebé crece, pasa cada vez más tiempo despierto y su mente se va llenando de impresiones y sensaciones, de modo que empieza a hacerse y a guardar en la memoria una composición del mundo inmediato que lo rodea; y llegará un momento en que será capaz de pensar y recordar que cuando la luz se va lo demás se queda.

Es decir, en la oscuridad sigue habiendo mundo, hay objetos, hay cosas, algunas de las cuales le son familiares y otras no. Cuando este mismo bebé se encamine hacia la niñez y adquiera la autonomía que da poder andar y desplazarse, incluso comunicarse, aprenderá que hay muchas más cosas en el mundo y que, desgraciadamente, algunas de ella pueden resultar perjudiciales, dañinas.

Así, la noche, la oscuridad, que antes equivalía a nada, esconde al fin y al cabo cosas, y es posible que algunas de ellas no sean del todo buenas. Se apaga la luz de la habitación y el niño recuerda que en aquel rincón hay una silla, y que ha tropezado con ella; o que ahí está la ventana y que por ella penetran ruidos que no reconoce, todo un mundo, en definitiva, que no alcanza a comprender y del que no permanecen ajenos los miedos atávicos que despiertan, desde lo más hondo de la herencia genética, a la conciencia cuando la mente madura.

Y surge el miedo. Y la necesidad de superarlo, del mismo modo que el instinto de conservación nos imprime la necesidad de superar y «curar» el dolor.

El animal del que procede el hombre, por otra parte, es como el bebé recién nacido: evolucionado hasta el punto que se ha acomodado al entorno en que vive, ha aprendido a dominarlo y controlarlo para asegurar su supervivencia; conoce los peligros, las fuentes de alimento, el terreno que pisa, y eso le basta. No tiene mayores necesidades, otras preocupaciones.

El hombre, al inicio de los tiempos de la humanidad, cuando pierde la conciencia animal para encaramarse a la más elevada del ser pensante, sería entonces como el niño que empieza a comprender que existe un universo y que fuerzas que desconoce lo rigen, y no precisamente en su provecho: y siente miedo, una sensación intelectualizada que no pertenecía o no se daba en el mundo animal.

Como el niño, ha aprendido que la oscuridad, la ignorancia en la que vivía como ser no pensante, no niega la existencia de las cosas, sólo las oculta. Y lo oculto, lo incomprensible, es amenazador.

El hombre primitivo ha sobrevivido y ha evolucionado como especie mejor que ninguna otra: es capaz de desplazarse a distintos territorios, de amoldarse a condiciones meteorológicas y medioambientales cambiantes, ha formado comunidades con otros hombres y aprende rápidamente a utilizar herramientas, a hacer y controlar el fuego, a cazar otros animales más fuertes y rápidos, a recolectar y almacenar grano; su inteligencia le permite eludir los peligros, buscar o construirse refugios seguros y sobrevivir y desarrollarse como especie más allá que cualquier otra.

Esta evolución también ha traído consigo la conciencia de su existencia como individuo, la conciencia de que ha de comprender ese mundo que existe más allá de las paredes de su cueva y del alcance de sus sentidos para confirmarse como especie por encima de las demás.

Conocemos los «miedos» del hombre primitivo gracias a su capacidad para concretarlos por medio de la expresión artística. En efecto, los hallazgos encontrados en los asentamientos humanos más primitivos indican con certeza que se podrían agrupar sus «miedos» (también podría hablarse de incógnitas, preocupaciones, temores o inquietudes) en tres amplias cuestiones: el nacimiento, la muerte y el azar. Es decir, el misterio de la vida, las incógnitas de la muerte y el poder de una fuerza que se escapa a todo control.

Veinticinco mil años a. de C. ya se fabricaban estatuillas femeninas que exageraban o acentuaban los atributos de su sexo como un homenaje a la fertilidad, pero también como la expresión del deseo de adquirir el conocimiento de la vida. Las pinturas rupestres no eran un mero motivo decorativo y no representaban sólo un animal deseado o una escena de caza; eran también un conjuro lanzado para que el azar o el destino fuera benéfico, productivo. Y los túmulos megalíticos, los grandes enterramientos en piedra ¿no eran acaso algo más que un modo de deshacerse de los muertos?, ¿no serían también manifestación de la profunda inquietud que provocaba el último viaje de los mortales?

El ser humano, hace diez mil años, cultivaba granos y domesticaba animales; trabajaba la arcilla para fabricar recipientes y urnas funerarias; se asentaba en determinados territorios y levantaba ciudades. Hacia el seis mil a. de C. trabajaba ya los metales y los moldeaba, y disponía así de armas —para cazar y para defenderse— y herramientas. La región de Mesopotamia vivió durante el tercer milenio a. de C. una edad de oro de vital importancia para la humanidad: allí se desarrolló la rueda y el arado, y se elaboró la primera escritura de la que se tiene noticia, basada en símbolos o pictogramas, que acabaría por evolucionar en la escritura cuneiforme.

Se disponía, de este modo, de un instrumento de memoria, de una manera para contabilizar los días, para recoger experiencias y registrar cultos, para transmitir mensajes, para hacer cultura, en suma.

Sin duda, la escritura representó un hito en la evolución de la humanidad como pudo haber sido el descubrimiento del fuego o el diseño de la rueda.

Gracias a la escritura podemos conocer hasta cierto punto cómo sentían nuestros antepasados, cómo eran sus miedos, qué ocupaba la mente de los hombres, qué provocaba sus desvelos y cuáles eran sus esperanzas.

El primer poema épico que fue escrito data del segundo milenio antes de la era cristiana. Se trata de Quien todo lo vio y relata los avatares de Gilgamesh, rey sumerio del tercer milenio, en su búsqueda de la inmortalidad.

Constatamos de este modo que ya ocupaban la mente de los hombres de hace cuatro mil años pensamientos acerca de la muerte, deseos de transcenderla, de alcanzar la autorrenovación, la inmortalidad.

Gilgamesh, o el deseo de alcanzar la inmortalidad

El eneagrama, ya lo hemos dicho en otro lugar, ha bebido de muchas y muy antiguas fuentes. La mayoría de estudiosos y divulgadores coinciden en señalar que la epopeya de Gilgamesh influyó decisivamente en esta corriente de pensamiento.

A mediados del tercer milenio a. de C. floreció cerca del golfo Pérsico, en la baja Mesopotamia, la cultura de Sumer, pueblo que se agrupaba en ciudades como Ur, Uruk o Acad, que contaban con gobernantes que pugnaban entre ellos para alzarse con el título de rey de la región.

Conocían el cobre y fabricaban casas de ladrillo; disponían de sistemas de riego y comerciaban con otras regiones del este mediterráneo. Y entre ellos lo religioso era un sentimiento perfectamente desarrollado, no en vano las construcciones de estas características competían en grandeza con los edificios públicos y las propiedades reales.

Seguían cultos que tenían mucho de mágico, de conjurar lo desconocido para atraerse la bondad de las deidades locales, pues cada ciudad disponía de sus propios dioses, la mayoría de las veces relacionados con fenómenos naturales o con los más atávicos arcanos.

Gilgamesh es un personaje histórico, es decir, se cree que existió y fue realmente rey de los sumerios, en un momento precisamente en que esta cultura sobresalía entre las demás.

Nos dibuja la leyenda la figura de un rey fuerte y valeroso, capaz de atraer sobre sí la atención de los dioses, un ser a medio camino entre lo divino y lo humano. Y cuenta que una muestra de ese valor consistió en derrotar, con la ayuda de su amigo Enkidu, al monstruoso guardián de los bosques de cedros de Amanus. Y tan grande y señalada debió de ser aquella hazaña que la mismísima diosa del amor, Astarté, decidió seducir a aquel hombre y para ello se esforzó con todas sus artes.

Gilgamesh resistió la tentación y desairó de este modo a la diosa, quien, en venganza lanzó contra él un buey celeste, que acabaría degollado en manos del héroe. Pero los dioses no suelen darse por vencidos tan fácilmente. La vengativa Astarté, decidida a hacer sufrir al objeto de sus deseos, provocó una gravísima y dolorosa enfermedad en su amigo, Enkidu.

Y, ciertamente,...