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El fin del «Homo sovieticus»

El fin del «Homo sovieticus»

Svetlana Aleksiévich

 

Verlag Acantilado, 2023

ISBN 9788419036308 , 656 Seiten

Format ePUB

Kopierschutz DRM

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12,99 EUR

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El fin del «Homo sovieticus»


 

APUNTES DE UNA CÓMPLICE


Nos estamos despidiendo de la época soviética, de esa vida que era la nuestra. Yo intento escuchar honestamente a todos los actores del drama del socialismo…

El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre «antiguo», al viejo Adán. Y lo consiguió. Tal vez fuera su único logro. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus. Algunos consideran que se trata de un personaje trágico; otros lo llaman sencillamente sovok [pobre soviet anticuado]. Tengo la impresión de conocer bien a ese género de hombre. Hemos pasado muchos años viviendo juntos, codo con codo. Ese hombre soy yo. Ese hombre son mis conocidos, mis amigos, mis padres. Durante años viajé recogiendo testimonios por toda la antigua Unión Soviética, porque a la categoría de Homo sovieticus no sólo pertenecen los rusos, sino también los bielorrusos, los turkmenos, los ucranianos y los kazajos… Ahora vivimos en Estados distintos y hablamos lenguas distintas, pero seguimos siendo inconfundibles. ¡Se nos distingue a la primera! Todos los que venimos del socialismo nos parecemos al resto del mundo tanto como nos diferenciamos de él: tenemos un léxico propio, nuestra propia concepción del bien y el mal, de los héroes y los mártires. También tenemos una relación particular con la muerte. En los testimonios que recojo aparecen constantemente palabras y expresiones que hieren el oído: disparar, fusilar, liquidar, mandar al paredón, y otras que constituyen las variantes soviéticas de la desaparición: arresto, diez años de condena sin derecho a correspondencia, emigración. ¿Qué valor puede tener la vida humana, si llevamos grabado en nuestra memoria que millones de personas morían hace muy pocos años? Estamos llenos de odio y prejuicios. Los hemos heredado del Gulag y la guerra horrible que libramos. De la colectivización, la eliminación de los kulaks, las deportaciones de pueblos enteros…

Así fue el socialismo y ésa la vida que tuvimos. No solíamos hablar de ella antes. Pero ahora que el mundo ha mutado incontrovertiblemente, aquellas vidas nuestras interesan a todos, no importa cómo fueran, eran las vidas que nos tocó vivir. Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia del socialismo «doméstico», del socialismo «interior»… Estudio el modo en que consiguió habitar en el espíritu de la gente. Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo… Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo.

¿Por qué aparecen en este libro tantos relatos de suicidas y no de personas comunes con sus comunes biografías soviéticas? A fin de cuentas, la gente también se suicida por amor, por temor a envejecer o, simplemente, por curiosidad, por afán de desentrañar el misterio de la muerte…Yo busqué a aquellos que se habían adherido por completo al ideal, a aquellos que se habían dejado poseer por él de tal forma que ya nadie podía separarlos, aquellos para quienes el Estado se había convertido en su universo y sustituido todo lo demás, incluso sus propias vidas. Personas incapaces de sustraerse a la historia con mayúsculas, de despegarse de ella, de ser felices de otra manera. Personas incapaces de abrazar el individualismo de hoy, cuando lo particular ha terminado ocupando el lugar de lo universal. Los seres humanos quieren vivir sus vidas, sin necesidad de hacerlo movidos por un gran ideal. Y eso es algo que no ha conocido nunca Rusia, como tampoco es algo que aparezca en la literatura rusa. En el fondo, somos un pueblo proclive a la guerra. Nunca hemos vivido de otra manera. De ahí viene nuestra psicología guerrera. Ni siquiera en tiempos de paz hemos sabido sustraernos a nuestra pasión por la guerra. En cuanto suenan los tambores y se despliegan las banderas nuestros corazones palpitan con fuerza en nuestros pechos. Nunca fuimos conscientes de la esclavitud en que vivíamos; aquella esclavitud nos complacía. Recuerdo cómo, a punto de terminar el año escolar, toda la clase se preparaba para marchar a cultivar tierras vírgenes y cuánto despreciábamos a los que se escaqueaban. Habernos perdido los años de la Revolución y la guerra civil nos producía un dolor tan intenso que casi nos arrancaba las lágrimas. ¡No habíamos estado allí! Ahora una echa la vista atrás y se pregunta si de veras aquellas personas éramos nosotros. ¿Así era yo? ¿En serio? He recordado todo aquello junto con las personas que entrevisté, los personajes de este libro. Uno de ellos me dijo: «Sólo un soviético puede llegar a comprender a otro soviético». Todos contábamos con una sola memoria, la memoria del comunismo. Compartimos una misma casa en la memoria.

Mi padre solía recordar que su fe en el comunismo surgió a raíz del vuelo de Yuri Gagarin. «¡Hemos sido los primeros! ¡Somos capaces de todo!», se dijo. Y en esa fe nos educaron él y mamá. Yo fui octubrista, llevé la insignia con la cabeza del niño con el cabello revuelto, fui pionera y miembro del Komsomol.1 La desilusión me llegaría más tarde.

Después de la perestroika, todos ansiábamos la desclasificación de los archivos. Y cuando los desclasificaron por fin conocimos la historia que nos había sido hurtada…

Tenemos que ganarnos a noventa millones de personas de los cien que habitan la Rusia soviética. Con el resto no hay nada que hablar: hay que aniquilarlos. [Zinóviev, 1918].

Hay que colgar (y digo colgar, para que el pueblo lo vea) a no menos de mil kulaks inveterados, a los ricos… Despojarlos de todo el trigo, tomar rehenes… Y hacerlo de tal manera que a cientos de verstas a la redonda el pueblo lo vea y tiemble de miedo. [Lenin, 1918].

El profesor Kuznetsov escribió a Trotski: «Moscú está muriendo de hambre, literalmente». Éste le respondió:

Eso no es pasar hambre. Cuando Tito sitió Jerusalén, las madres judías se comían a sus propios hijos. Cuando yo consiga que las madres de Moscú comiencen a devorar a sus hijos usted podrá venir a decirme: «Aquí pasamos hambre». [Trotski, 1919].

Las personas leían en silencio los periódicos y las revistas. ¡Un horror insoportable se había abatido sobre todos! ¿Cómo convivir con él? Muchos vieron en la verdad a un enemigo. Lo mismo que hicieron después con la libertad. «No reconocemos nuestro país. No sabemos qué piensa la mayoría de personas, hablamos con ellas, nos las cruzamos a diario, pero no sabemos lo que piensan, ni lo que quieren. Y, no obstante, nos atrevemos a dar lecciones a diestro y siniestro. Pronto habremos conocido toda la verdad y nos ahogaremos en tanto horror», me dijo un conocido mío con quien solíamos compartir largos ratos en la cocina de casa. Yo oponía resistencia a su diagnóstico. Corría por entonces el año 1991… ¡Felices tiempos aquellos! Creíamos que la libertad llegaría en unas horas, que despertaríamos libres a la mañana siguiente. Que la libertad surgiría de la nada.

En uno de sus cuadernos de notas Shalámov apuntó: «Fui parte de una gran batalla perdida en favor de una genuina renovación de la existencia». Eso lo escribió un hombre que pasó diecisiete años internado en los campos de Stalin. Pero un hombre a quien no había abandonado la nostalgia del ideal… Tal vez podría dividirse a los soviéticos en cuatro generaciones: la de Stalin, la de Jruschov, la de Brézhnev y la de Gorbachov. Yo pertenezco a esta última. A nosotros nos resultó más fácil asistir al desplome de las ideas comunistas, porque no estábamos vivos cuando esa idea era aún joven y fuerte, cuando aún no había perdido el aura mágica de un romanticismo fatal y seguía viva la esperanza alimentada por la utopía. Nosotros crecimos al pie de un Kremlin lleno de ancianos, en una época plenamente vegetariana.2 Los océanos de sangre vertida por el comunismo habían caído ya en el olvido. Todavía se alimentaba el pathos de la utopía, pero ya era moneda común que ésta jamás cobraría vida.

Corrían los años de la primera guerra de Chechenia… En una estación de trenes de Moscú conocí a una mujer que venía de la región de Tambov. Se dirigía a Chechenia para buscar a su hijo que combatía: «No quiero que muera y tampoco quiero que mate», me dijo. El Estado ya no era dueño del alma de aquella mujer, era una persona libre. No había muchas personas como ella entonces. A la mayoría les irritaba la libertad: «Hoy he comprado tres diarios y cada uno cuenta su verdad. ¿Dónde está la verdadera verdad? Antes uno leía el Pravda de buena mañana y ya lo tenía todo claro», se quejaban. A medida que el efecto de la anestesia se iba disipando, las ideas brotaban lentamente. Cada vez que sacaba a colación la idea del arrepentimiento en alguna charla, siempre había alguien que me replicaba: «¿Y de qué tengo yo que arrepentirme?». Todos se sentían víctimas, pero nadie se consideraba cómplice. Uno decía: «Yo también pasé un tiempo a la sombra». Otro decía: «Yo estuve en la guerra». Un tercero argüía: «Yo me pasé días y noches enteras cargando ladrillos para sacar a mi ciudad de la ruina y levantarla de nuevo». Era una situación totalmente inesperada: todos estaban ebrios de libertad, pero no estaban preparados para ella. ¿Dónde estaba la libertad? Pues en las cocinas, donde se continuaba diciendo pestes del Gobierno...